Solía arrebujarme después del cotidiano y
duro trabajo, en aquel vetusto y cómodo sillón. Compartía mi tiempo, con mi
pequeña y adorada familia y con ‘mis amigos’, Brahms, Paganini, Mózart, Telemann, Beethoven, Giuliani…
Perdida la mirada en el cercano e inmenso mar, un sinfín de pensamientos se
adueñaban de mí, estimulándome y animándome unas veces, e hiriéndome,
atormentándome y dejándome un sabor de acíbar otras. Yo había intentado ser
siempre auténtico, generoso, leal, solidario… Pero, ¿tal vez manteniéndome –por
un primitivo instinto de protección- un tanto distante en mi castillo?... Y al
morir la tarde cada día, me sorprendía
invariablemente entre dubitativo y angustiado, con ese noble, constante e ilusionado afán de
transmitir mi mensaje de optimismo, de paz y de fraternidad, pero también con
la insatisfacción de una inexplicable sensación de obscuridad y de vacío, de
fracaso…
Comprendí entonces con diáfana claridad el
exacto valor de las palabras amor y
sacrifício. Y supe, que hay que vivir en permanente alegría, aceptando
nuestra limitación; que es necesario despojarse del egoismo y de la comodidad;
que jamás se debe dar cobijo a la desesperanza; que es preciso, en fin, estar
siempre alerta para poder advertir la necesidad en los demás, y conseguir así,
entregarse a ellos, servir, ayudar, ¡ser útil!
Que es esencial no esconderse, ¡dar la
cara! Y que es, bajo este prisma, cuando la vida adquiere su auténtica magnitud
y su más hermoso significado.
- - - -
Apenas despuntada el alba, abandoné mi fortaleza
y salí a los caminos. Iba con mis alforjas desbordantes de entusiasmo, de
humildad, de humanidad, de amor… Me esforcé con ahínco, por hacerme pequeño y
sencillo. Y una idea fija, poderosa e indestructible, me alentaba: ¡los demás!
Así, los busqué afanosamente; me comuniqué con ellos; los escuché y traté de
comprenderlos y de ayudarlos, de hacer míos sus anhelos, sus problemas… Y fue
entonces, cuando descubrí que yo no era nada; que Dios, en los demás, ¡era
mi vida y la razón de mi existencia!
. Y aquel majestuoso lucero colgado sobre el horizonte, ¡resplandecía como nunca!... Me cruzaba con otras personas; y unas sonrisas de mutuo agradecimiento y de comprensión se intercambiaban entre nosotros…; ya, ¡no éramos unos
extraños! El trabajo, desde entonces, cobró para mí una nueva y gratificante dimensión; quería aún más y mejor a mi mujer y a mis hijas y… ¡a los demás! Mózart, Tchaikowsky, Paganini…, me hacían vibrar y disfrutar, todavía con más intensidad… Mi paso, era firme y seguro; ¡me sentía enamorado! Y mi espíritu se oreaba ahora con una suave, fresca y deliciosa brisa, ¡henchida de fe y de esperanza!
Ahora, servía mejor a mi Señor… Sentía su
dulce, paternal y limpia mirada…; su presencia, su cercanía…; y ello, me hacía
¡inmensamente feliz!... Ahora, estaba yo en el buen sendero; había aprendido a
entender y a ‘saborear’ la vida, a amar… Y recordé aquellas maravillosas
palabras del poeta: ‘Nos ha sido concedido el más sublime de los privilegios:
dar. Y tú, ¡puedes dar!’.
Sí, yo podía dar: una palabra de aliento o
de consuelo; una sonrisa; un apretón de manos; un consejo; mi tiempo, mi
dinero, mi cariño, mi ilusión, mi fe… Y una sincera oración brotó de mi alma,
pidiéndole a Él que siguiera ayudándome así, ¡que no me dejase desfallecer ya
jamás!...
Rafael Ild. Pérez-Cuadrado de Guzmán
Coronel Médico de
la Armada
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