Inolvidable 'aventura'.-

                                        - Una ‘aventura’ inolvidable… -

Sí, inolvidable, original, enriquecedora…, pero también, muy dura –muy fuerte, como se diría ahora-, casi agotadora… ¡Había que tener muchas fuerzas y mucho entusiasmo para afrontar tamaña empresa!

Claro que entonces, allá por el año 57, yo tenía -¡elemental, querido Watson!- ‘bastantes’ menos años, y estaba fuerte y sano y ¡deseoso de llevar a cabo aventurillas como esta!

El objetivo era que, un grupo de universitarios -unos 18, creo recordar-, hiciésemos una ‘tourné’, un periplo por unos pueblos de la provincia de Valladolid (ciudad en la que yo estudiaba), para compartir unos actos concretos con sus habitantes, hacerles llegar nuestra ilusión y nuestra alegría, y confraternizar con ellos ¡Bonita idea! Pero, el camino era largo –nunca mejor dicho-, y el bagaje… más bien muy cortito, como veremos.

Empezábamos cada jornada, levantándonos a las 6 y media de la madrugada, después de haber dormido -¿he dicho dormido?- sobre unos cartones y arropados por unas mantas -que, amablemente nos cedían los ediles-, en el salón de plenos de la Casa Consistorial del pueblo, amenizados –para más tormento- por los sonoros ronquidos de algunos. Ni recuerdo cómo nos lavábamos; pero, desde luego, de duchas y agua calentita ¡nada de nada! Más bien, aquello se asemejaba a un ‘igloo’. El desayuno, ofrecido gentilmente por la alcaldía, consistía en un buen vaso de ‘cola-cáo’ o similar, acompañado de unos pequeños bollitos o panecillos. Y ‘aliviado’ el estómago, tocaba arranchar las mantas y los cartones, y dejarlo todo ordenadito y limpio. Aparejábamos luego nuestros arreos –tiendas de campaña, instrumentos musicales, mochilas, enseres de limpieza, víveres, etc.-, y hacia las 7 y cuarto, ya estábamos caminando por las bonitas e inmensas mesetas pucelanas.

Nuestro objetivo, el siguiente pueblo a visitar –o a ‘conquistar’- solía encontrarse entre unos 15 a 18 kilómetros del punto de partida. Previamente, unos días antes, nuestro ‘embajador’ y su modesta motocicleta, se habían desplazado hasta allí para hacer saber al Sr. Alcalde nuestras intenciones y obtener su beneplácito y… su permiso para entrar en su feudo, cumplir nuestros objetivos y pernoctar allí. Caminábamos siempre en dos filas, a ambos lados del camino, llevando el que abría la marcha un banderín o estandarte. Y caminábamos siempre no por carreteras de primer orden, sino por carreteras de segunda o tercera categoría o, simplemente, por sencillos caminos rurales. Era frecuente cruzarnos no con automóviles o camiones, sino con algún que otro carro o carreta ‘tripulado’, con alguna que otra mula o caballo y, eso sí, con enormes rebaños de ovejas o de cabras, o… con grupos de vacas que, por cierto, imponían bastante respeto porque…, ¿y si en lugar de vacas eran toros? ¿y si nos miraban 'con malos ojos' y les daba por embestirnos?... Marchábamos a buen paso; siempre cantando o gastándonos bromas unos a otros y, con el añadido de algún lastimero grito o aullido porque a algún ‘guerrero’ se le había estallado una ampolla de un pié.

Hacia las 11, ya estábamos entrando en el pueblo –La Seca, Zaratán, Portillo, Villanubla, Laguna de Duero…-; y ante la expectación de toda la muchachada y de la no muchachada, montábamos nuestras muy sencillitas tiendas de campaña en alguna pradera cercana, y nos disponíamos a descansar un poquitillo. Vano empeño, porque las chicas –las jovencitas casaderas sobre todo-, prácticamente se metían dentro de nuestras tiendas en su afán por curiosear a los forasteros y por conocernos. Bueno, más que forasteros, nos trataban como si fuésemos… extraterrestres.

A las doce en punto, estábamos en la iglesia del pueblo, abarrotada por el gentío y presidida –además de por el cura, claro- por el Sr. Alcalde. El sacerdote, en su homilía, solía tener unas palabras de bienvenida, de aliento y de gratitud hacia nuestro grupo por su esfuerzo y su loable empeño. Y al finalizar la misa, todos al unísono, acompañándonos con nuestras guitarras, laúdes, etc., cantábamos la Salve a la Virgen, a Nuestra Señora. Eran unos momentos, ciertamente evocadores, bonitos, ¡llenos de encanto! Después, tanto el párroco –con el que ya habíamos departido antes de la misa ampliamente- como el Sr. Alcalde y su Sra., se acercaban a saludarnos uno por uno y a estrecharnos la mano.

Después de todo ello, comenzaba lo más peliagudo, lo más complicadillo de cada jornada: el gran partido de futbol entre el equipo del pueblo y nosotros, los extraterrestres. Como campo, una tierra en barbecho, a veces con un desnivel tremendo, casi en la falda de una colina; como portería, dos piedras grandotas colocadas a ojo de buen cubero; como árbitro, un chico del pueblo, dispuesto –¿alguien dudaba de ello?- a ‘barrer para casa’ descaradamente; como equipaje nuestro (ellos, a veces llevaban botas de fútbol), unos pantalones cortos y unas sencillas alpargatas (en aquellos tiempos, claro, ni existían los ‘deportivos’ –o al menos, no estaban a nuestro alcance-, ni las marcas de postín: Adidas, Nike, Burberrys, etc.). Y empezaba a rodar el balón y… ¡empezaban las patadas y las entradas escalofriantes! Había como un acuerdo tácito y era de rigor, que el equipo ‘de casa’ nunca podía perder, claro. ¡Hubiese sido como una afrenta para el pueblo entero! Pero, nosotros éramos infinitamente mejores; y a pesar del árbitro y de la ruidosa afición, esa norma no escrita era difícil de cumplir. Lo que ocurría es que, ¡nos jugábamos las piernas!; porque aquellos muchachotes, rudos y bien fornidos, no regalaban caramelos precisamente; y no se andaban con chiquitas a la hora de entrar a disputar el balón o, en su caso, de derribar como fuese al contrario. ¡Mas valía dejarse ganar o empatar, que terminar con un tobillo o una rodilla ‘en escabeche’, maltrechos! Recuerdo que, en una ocasión, en uno de aquellos ‘dramáticos’ partidos, faltando unos siete minutos para el final, íbamos ganado los forasteros por ¡0-3! (equivalía ello, casi, a ¡peligro de muerte!); y tuvimos que hacer tres penaltis seguidos, para que los muchachos del pueblo pudiesen empatar el encuentro, para que el numerosísimo público, alborozado, enloqueciese de alegría..., y la morena y rústica cara del alcalde resplandeciese de satisfacción.

Agotados por el esfuerzo –pero, gracias a Dios, vivos e ilesos- y después de haber felicitado cordialmente a nuestros contrincantes, nos aseábamos un poquitillo y nos disponíamos a comer. Llevábamos unos sencillos hornillos de gas, y allí, en aquella praderita donde se ubicaban nuestras tiendas, solíamos ‘confeccionar’ en plan amateur, una paella, o un plato de carne, etc.…, sin muchas pretensiones, ni exigencias ni exquisiteces, desde luego. La cuestión, era alimentarse, ‘echarle combustible’ al cuerpo. Todo nos parecía muy rico, la verdad. Y si no, daba lo mismo: nos lo zampábamos igual. Y después de finiquitar aquella frugal comida…, ¡la ansiada y reparadora siestorra! Siempre, claro, contando con que no nos molestasen excesivamente las y los curiosos de turno. Pero, en fin, ya el mero hecho de estar ‘en horizontal’, resultaba satisfactorio.

Hacia las 5 y media de la tarde, nos encontrábamos ya en el teatro del pueblo, preparando nuestra función, que se había anunciado previamente con graciosos carteles –confeccionados por nosotros mismos- por las calles y plazas principales. Y a las 6 en punto, con el teatrillo repleto de expectante y ruidoso público, se abría el telón y ¡comenzaba nuestra actuación! Había varios números: una pequeña e interesante obra de teatro, con unos magníficos actores; algunos, que contábamos chistes y chascarrillos, o parodiábamos algo, o imitábamos a alguien famoso; una ‘orquesta’ (había guitarras, mandolinas, tambores…, yo tocaba el laúd), en la cual también cantábamos; y para finalizar, un número de auténtica magia. Pero, claro –se me olvidaba-, antes de todo ello, correspondía entregarle un gran ramo de flores y unos recuerdos de los universitarios a la dama del pueblo, título o deferencia, que solía recaer- como era lógico- o en la esposa o en alguna hija ‘casadera’ del Sr. Alcalde ¡El público aplaudía a rabiar!

Empezaba la función. Y, rodando el tiempo, llegaba el número más ‘fuerte’ y atrevido -¡que me lo digan a mí!- de la función, y el que más expectación levantaba a priori: ¡aquel ‘mago’ con poderes extrasensoriales y paranormales, ¡como del mas allá!... Aquel ‘mago’, era un muchacho, estudiante de Medicina (como yo), que debía pesar el angelito unos 85 kilos en canal. Y, el no va más de su actuación, era dejar a su ‘medium’ –que era el que suscribe- después de unas pantomimas y de unos ‘pases magnéticos’, muy serios y centrados el y yo, nada menos que en estado cataléptico, colocarlo luego –con la ayuda de otros gansos- con la cabeza y cuello en una silla y los pies y parte de las pantorrillas en otra silla y el resto del cuerpo en horizontal y en el aire, y en un acto de suprema magia, ¡subirse sobre mi barriga!, mientras sudoroso -¡yo si que sudaba!- y casi en éxtasis, saludaba a su asombrado público con gestos victoriosos. Aquello era, aparte de una temeridad, algo terrible para mí; pero, ¡lo exigía el guión!, y yo tenía que soportar y aguantar estoicamente, con todos mis músculos en tensión y… tragándome algunos improperios o palabrotas, aquellos 85 kilos de ‘mago’. Pero tenía su contraprestación, cuando ya el magazo se apeaba de mi maltrecha barriga: comprobar la admiración de aquellas gentes, los niños sobre todo, que aún incrédulos y con los ojos casi fuera de sus órbitas, aplaudían hasta casi la extenuación al ‘mago’ y… al ‘medium’. Un ‘medium’ medio destrozado por el tremendo esfuerzo realizado, pero siempre animoso y agradecido por la expectación despertada con el numerito y por el unánime aplauso del público que, claro, ¡se creía profundamente –a la vista de lo que acababan de observar, ¡era lo lógico!- lo del estado cataléptico del ‘medium’ y, por lo tanto, lo de los poderes que el voluminoso ‘mago’ ejercía sobre mí! ¡Madre mía!

Acabada la función, bajábamos al patio de butacas y comentábamos con los espectadores las peripecias y singularidades de cada acto, de cada escena. La obrita de teatro, las parodias y los chistes, la rondalla…, todo les había parecido estupendo; ¡áh!, pero el numerito del ‘mago’, eso…, ¡eso había sido el no va más, lo mejor de lo mejor! Al ‘mago’ -¡menudo pájaro!-, le felicitaban efusivamente, le miraban como a un ser superior, y le daban palmaditas en la espalda, asombrados todos de sus descomunales ‘poderes’; y a mi, al ‘medium’, me miraban con cara como de pena, y de asombro al mismo tiempo. Y yo, aún ‘quasi’ destrozado mi esqueleto y toda mi musculatura –en especial la de mi barriga o abdomen- por aquel bárbaro, esbozaba una amplia sonrisa, asegurándoles a todos que, como estaba en estado cataléptico (¡!), ni me acordaba de nada, ni me había dolido nada, ni me había enterado de nada… ‘¿Qué se había subido el ‘mago’ sobre mi barriga?’, les preguntaba yo a ellos poniendo cara de suma extrañeza. En fín que había que ser ‘medium’ y, además, muy fuerte y… actor. Era tal la admiración hacia nosotros, que algunas chicas, estoy seguro, hubiesen querido casarse ¡ya mismo! con el ‘mago’ y conmigo.

Nuestro estómago –el mío, por el motivo también de los pisotones del grandullón aquel-, se ‘quejaban’ ya ostensiblemente a aquellas horas (8 o 9 de la noche). Pero el ‘embajador’ y su motocicleta, la logística en una palabra, solían ser puntuales a la cita. Y allí aparecía aquel hombre con una gran cesta repleta de enormes bocadillos ¿De qué?, de chorizo, de queso, de sobrasada, de atún o caballa…; daba lo mismo; ¡igual los devorábamos! Solo, que yo recuerde, una tarde-noche falló la logística y fallaron los bocadillos; y…, bueno, ¡yo creí que nos comíamos los bloques de piedra de aquellos centenarios y vetustos edificios del pueblo, Ayuntamiento incluido! ¡Jamás, creo, he devorado un bocadillo -cuando finálmente llegaron- con tantísima ansia y voracidad!

Quedaba aún, pasear por la calle mayor del pueblo cortejando a algunas chavalitas y gastándoles bromas y, muy importante: echarnos algo al gaznate para afinar nuestras voces, porque a las 11 y media en punto… Sí, a esta hora, ya las mocitas ‘en edad de merecer’ recogidas en sus casas, un grupito de 5 o 6 ‘músicos’ de la ‘Tuna de Medicina’ de Valladolid, provistos de guitarras, laúdes y otros pífanos, comenzábamos el último y más romántico acto del día: ¡la serenata! ¡la ronda! ‘Abre el balcón y el corazón, siempre que pase la ronda…’; ‘para que estés cerca de mi, te bajaré las estrellas…’¡Qué recuerdos tan preciosos! Las primeras sentidas canciones, iban dirigidas -cómo no- a la o a las hijas ‘casaderas’ del Sr. alcalde (bueno: y también a las pequeñicas); y después –ya en el paseo y ‘coqueteo’ previos, habíamos quedado con algunas chiquitas y nos habían indicado sus domicilios-, hacíamos lo propio con otras 7 u 8 chavalitas. La verdad, es que estábamos muy compenetrados, y tocábamos y cantábamos francamente bien (modestia aparte, como suele decirse); y a ellas, a las muchachitas, ¡les encantaba todo aquello! (Era probable, claro, que nunca antes hubiesen vivido unos momentos tan 'mágicos' como estos). Nos aplaudían a rabiar, agradecidas; se asomaban también luego sus papás al balcón; y ellas, nos ‘tiraban’ besos y ¡muchos caramelos o golosinas! ¡Resultaba francamente delicioso y romántico todo aquello bajo el infinito manto de estrellas del majestuoso cielo de Castilla!

Y aquí acababa la jornada. Luego, al salón del Ayuntamiento de turno; a acostarnos, abrigados por mantas, sobre unos duros y fríos cartones, soñando con poder dormir algo en aquel ‘igloo’; y, necesitando reponer energías. Nos esperaba otro despertar al amanecer; otro muy frugal desayuno; asearnos… como podíamos; arranchar todo aquello; recoger nuestros enseres; y… ¡muchos, muchos kilómetros andando!, hasta llegar al siguiente pueblo en nuestra ‘hoja de ruta’. Y llegados allí, repetir todas nuestras ‘actuaciones’: la Salve a la Virgen en la misa de 12; el partido de fútbol (o de lucha grecorromana, según se mire); la función de teatro –con los 85 kilos de ‘mago’ sobre mi barriga-; el coqueteo con las chavalitas por la calle Mayor del pueblo; la muy romántica y preciosa serenata…
Fue aquella una insólita ‘aventura’. Agotadora, sí; pero que yo he recordado siempre con especial cariño y añoranza. Y que, sin dudarlo, volvería a repetir (Si tuviese los años que tenía entonces, ¡obviamente!).
Éramos jóvenes. Aquello, queda ya muy lejos en el tiempo. Pero, el recuerdo de aquellos avatares es imborrable y…, de verdad de verdad, ¡maravilloso!

                                                                                             Escrito por Raffaello

                                                                                             10. Ene.2010