martes, 28 de octubre de 2014

Aquel romance, aquel amor... /
  Aquella tarde-noche de Julio, después de haber pasado solos, juntos y felices unas horas, a Mireia y a mi se nos había ido ‘el santo al cielo’, se nos había hecho muy tarde  y habíamos perdido el autobús que deberíamos haber tomado. De manera que, para evitar males mayores, pedí un taxi, y partimos raudos ella y yo hacia el pueblo (en donde los dos residíamos, distante de la ciudad donde nos encontrábamos, unos 17 kms.). Ella, en previsión de alguna desagradable regañina –tenia que haber estado en su casa a las 22 horas porque sus padres eran muy rígidos, y eran ya las 23’30-, había llamado a estos advirtiéndoles de tal circunstancia: ‘¡Lo siento! ¡Fue un descuido!; estaba distraída, pasándolo muy bien con unas amigas y… ¡se me olvidó mirar el reloj!’ (Bueno, había que decir algo congruente y más o menos creíble).

    El camino de Mireia y el mío, se habían 'encontrado' unas semanas antes. Era la fiesta del ‘Corpus Christi’; y aquella luminosa, apacible y venturosa tarde, en aquel pueblo, mezclado yo entre el gentío –yo iba de uniforme (de Médico de la Armada); y por cierto, bastante cojo, porque aquella misma mañana, jugando al fútbol en la playa, me habían fracturado un dedo del pié derecho-, presenciaba desde la acera la bonita procesión. Y mirando de vez en cuando a los cercanos balcones del otro lado de la calle… fue, ¡como un relámpago!, descubrí de repente… como una rutilante estrella, una chavalita joven, alta, delgada, rubia y ¡preciosa!… No apartaba la vista de ella; y pronto, por unos momentos, se cruzaron nuestras miradas; y yo, sentí como una conmoción, como un escalofrío, algo muy especial…; me sentí enormemente, irremisiblemente atraído por ella, por aquella bonita cara, por aquellos ojazos verdes, por aquella esbelta figura, y… ¡zas! ¡el flechazo de Cupido!


    Muy pocos días más tarde, un domingo por la mañana, ella acudió sola al hospital en donde yo trabajaba, con un pequeño problema en una rodilla (¿era posible que, deliberadamente, ella fuese a verme?...; si, yo creo que así fue); y yo, como estaba de médico de guardia, la atendí personalmente, con toda la dedicación, la educación, el esmero y el cariño posibles, claro; y procuré además, poco disimuladamente quizás, que aquella consulta, que aquel ‘reconocimiento’ -¡y acontecimiento!, porque podía volver a verla- de su lesión, se alargara en el tiempo…Y, por vez primera, intercambiamos unas palabras –algo nerviosos los dos, ciertamente-, y pude estar junto a ella, los dos muy cerca el uno del otro y solos, y…, sentir la intensa y a la vez serena mirada de sus preciosos ojos verdes y ¡aquella formidable y turbadora cercanía!… El flechazo, se hizo más profundo… ¡Que guapa y que simpática era, y qué buenísima chavalita parecía!

    Desde aquel venturoso día, mi corazón –siempre necesitado y ‘sediento’ de comprensión, de ternura, de cariño y de amor- latía gozoso, como ‘revitalizado’, ¡feliz!… Y mi calenturienta y enamoradiza mente, ¡ya tenía en qué ocuparse, en quién pensar intensa, ilusionada y apasionadamente!...

    Fui a bañarme a los pocos días, a la misma bonita e inmensa playa en donde me rompieron mi querido dedo. La marea estaba muy baja, la mar muy tranquila, y el sol resplandecía limpio y precioso. Era temprano, y había poca gente aún. Y paseando por la mojada arena, muy cerca de la orilla, de repente, allá a lo lejos, ¡qué sorpresa!, y ¡qué enorme ilusión!…, la divisé a ella, a Mireia. Estaba sola, lejos de otras personas, cerca de las casetas de la playa, en la arena seca y calenti
ta…; y yo, decidido, sin pensármelo dos veces, me fui como un rayo hasta donde ella se encontraba. Sentada sobre una bonita toalla, estaba muy morenita ya, y lucía un bañador azul celeste que… ¡la hacía aun más adorable! Nos saludamos con afecto, con cordialidad, con inequívoca ilusión y emoción; y yo me tendí sobre la dorada arena, de frente a ella y muy cerca… ¡Qué impresión!, porque Mireia estaba radiante y ¡resplandecía mucho más que el sol! ¡Qué preciosa estaba!... (Si me hubiese tomado ‘el pulso’ -la frecuencia cardiaca-, seguramente habría comprobado que ¡estaba a tope!). Empezábamos a conocernos, y charlamos de muchas cosas; ella estaba muy alegre y dicharachera, pero yo –no se si ella llegó a advertirlo, aunque me imagino que sí- apenas ‘estaba’ en nuestra conversación, porque… me encontraba como absorto, contemplándola, admirándola, ‘acariciándola’ con la mirada…, ¡era una maravilla de cría y… ¡me encantaba! Noté que, por momentos y muy aceleradamente, ¡me estaba ‘colando’, me estaba enamorando perdidamente de ella!... ¡Siempre recordaré aquellos maravillosos y mágicos primeros momentos a su lado, en aquella luminosa playa de dorada arena! ¡Qué impresionado y qué ‘impactado’ me dejaron! Cupido, debía estar libre de otros menesteres y, no cabe duda, seguía ‘trabajando’ a destajo con nosotros dos.

    Pero, no todo el monte era orégano, ni todo iba a ser un camino de rosas… Días más tarde, me enteré de que había una inesperada adversidad, un casi invencible impedimento: ella, ¡tenía novio! (Novio que, por su profesión, pasaba gran parte del año fuera, lejos de su casa en el pueblo, y lejos por lo tanto de ella. Y además, era aquella –parece ser; y me enteré bastante más tarde de conocerla- una boda acordada y ‘concertada’ entre sus padres -casi 'al estilo medieva'l, podríamos decir- y sus futuros suegros cuando, quizás ella era aun muy jovencita, incluso tal vez muy niña). Siendo así, nuestro romance, nuestro amor –pensé- iba a ser muy complicado, muy difícil. Tendría que andar yo con mucha prudencia, con cautela, ‘con pies de plomo’; porque me importaba ¡y muchísimo!, no hacerle daño a ella, no romper aquel noviazgo a las primeras de cambio. Pero, por otra parte, si nuestro amor era verdadero –y el mío lo era, ¡sin lugar a dudas!- ,… ¡de ninguna manera estaba dispuesto a renunciar a Mireia, a perderla! Sí, ¡lucharía contra las adversidades! ¡lucharía por ella con todas mis fuerzas!

    Volvimos a coincidir muchos días en la misma playa; porque, los dos nos gustábamos, nos queríamos y, lógicamente, nos buscábamos. Y ya, todos los días, después del refrescante bañito y de charlar animadamente para seguir conociéndonos, volvíamos juntos al pueblo –distante unos 6 u 8 kms. de aquella playa- en el mismo autobús, muy cerca nuestros cuerpos, muy acelerados nuestros corazones y, prácticamente…, ‘devorándonos’ con la mirada. Nuestro enamoramiento, seguía creciendo, ¡imparable! ¡a ritmo ‘exponencial’! Y llegado un momento, quedamos en vernos 4 o 5 veces a la semana, por la tarde, en la ciudad. Yo salía en un autobús hacia las 5, media hora antes de que saliera ella, porque convenía –de momento- que todo fuese lo mas discreto y secreto posible. Ya en la ciudad, nos encontrábamos en un portal previamente acordado. Y ya juntos, disfrutábamos como niños, pero también y sobre todo, como dos felicísimos enamorados, de aquellos dichosos encuentros ¡que siempre recordaré! Aunque, eso si, había que elegir muy bien los sitios –parques, cines, cafeterías…- en donde pudiésemos charlar y seguir conociéndonos, porque debían vernos juntos cuanto menos personas mejor. Pero, esa misma circunstancia, este intentar ‘no ser vistos’, implicaba, no cabe duda, un cierto aliciente, un misterioso encanto añadido para Mireia y para mi que, a veces, nos hacía comportarnos como auténticos críos, disfrutando al elegir los ‘escondites’.

    Fuimos varias tardes al cine; y la película era lo de menos, claro… Pero, ¡qué maravilla estar junto a ella -y además, sin que nadie estuviera 'observándonos'-; poder tomarla de la mano y acariciarla; poder sentirla a mi lado ¡tan cerquita!; poder mirarme en sus ojos y sentir su respiración, su calorcito y casi escuchar los latidos de su acelerado corazón!...; la verdad, es que aquella criatura ¡me fascinaba! En otra ocasión, y gracias a una generosa propina, un camarero nos abrió un enorme salón de una cafetería, para nosotros dos solos; y allí, cerca del mar y muy cerca el uno del otro, estuvimos mucho tiempo, casi sin hablarnos, como extasiados, unidas nuestras manos, contemplándonos y saboreando cada minuto y cada segundo, ¡en la gloria! –‘reloj,
¡no marques las horas…!’, cantaba Lucho Gatica' en aquella bonita canción-. Y otro venturoso día, estuvimos en una pequeña y típica ‘tasca’, llamada ‘El faisán verde’; estábamos en un apartado (o ‘reservado’), ella y yo solos, tomando unas ‘tapas’ y unos refrescos; estábamos ya ‘ardientemente’ enamorados, estábamos muy cerca el uno del otro y, por un momento, estuvimos ‘en un tris’ de besarnos apasionadamente…, porque los dos, lógicamente, desde hacía muchísimo tiempo, lo deseábamos con toda el alma, ¡soñábamos con llegar a ese delicioso y mágico momento!, y ese instante…, ¡hubiese sido auténticamente maravilloso!...¡cómo lo ‘necesitábamos’ los dos!... Pero, yo comprendía que era algo que –de momento- nos estaba vedado, que no teníamos derecho a aquel privilegio… Y quise, una vez más, respetar su condición de novia –de novia de otro, claro- y de chavala ‘comprometida’; y me limité a darle un prolongado y muy casto beso en la frente (‘¡Qué bonito, es querernos así en privado –viene a mi mente, otra preciosa canción-, sin que nadie se dé cuenta que estamos enamorados!... No lo digas, no lo cuentes, que si lo saben ¡se acaba!…’, ‘el mundo vive angustiado, destila pura amargura’...,‘solo el que está enamorado vive en la gracia de Dios’) ¡Qué recuerdos tan emotivos, tan entrañables, tan preciosos!... ¡Qué felicidad tan bonita, tan íntima, tan grande y tan auténtica la nuestra!...

    Y nuestro enamoramiento, lógicamente, seguía ‘in crescendo’. (‘Se quedó entre mis brazos tu calorcito, tu palpitar…; y en mis ojos, tatuada, la luz divina de tu mirar…’ ¡Cuántas canciones bonitas acuden a mi mente!). Cada día nos sentíamos más unidos, más ‘cómplices’, mas decididos a luchar contra las adversidades, mas ilusionados, mas seguros de nuestro recíproco amor… ¡Nos sentíamos plenamente felices! Y, las muchas dificultades y limitaciones, nos hacían más fuertes, mas ‘entregados a la causa’, mas dispuestos a vencer… Sí, ¡el amor verdadero, debería de vencer!

    Aunque, claro, aquel secreto, aquel misterio, aquella –en cierto modo- libertad, aquel encantamiento, no duraron demasiado tiempo. Resultaba muy difícil pasar inadvertidos, ‘escondernos’ tanto. Y pronto, estos encuentros de Mireia y yo, eran ya del dominio público, eran ‘la comidilla del pueblo’. Y empezaron las críticas y… aumentaron las dificultades. Y, lamentablemente, empezaron también las tremendas presiones sobre ella, aconsejándole o casi exigiéndole (¡!) que abandonara aquella ‘aventura’ conmigo. Algunas personas de su muy cercano entorno, llegaron a decirle –en aquella tierra son muy supersticiosos- que yo la había ‘trastornado’, que la había ‘hechizado’..., como que le había administrado una extraña y muy potente pócima que había tenido el fulminante efecto de provocar en ella esa poderosísima atracción hacia mí…; que no era amor lo que ella sentía hacia mí, sino, solamente, el poderoso y momentáneo influjo o efecto de mi ‘hechizo’; y que yo, de esta manera, casi como un brujo, la estaba engañando… Lo que le dijeron, en verdad, ¡algo increíble en pleno siglo XX!

    Pero, Mireia empezó a tener miedo, a no ver claro, a atosigarse, a sentirse tal vez culpable… Ella, como confiaba plenamente en mí, me lo contaba todo. Y yo, intentaba transmitirle tranquilidad y seguridad; y hacerle ver lo infantil, ridículo y disparatado de aquellas insensatas ‘acusaciones’. Trataba de convencerla de que no estábamos haciendo nada malo, nada prohibido, de que lo nuestro no era nada ‘pecaminoso’, de que estábamos actuando con total transparencia, rectitud, nobleza y honestidad… Pero el mal ya estaba hecho; y a Mireia le estaba como abrasando, como atenazando, horadando, dañando su espíritu y quebrantando su ánimo…

    Y como el cerco se estrechaba, y las críticas y las coacciones sobre Mireia se hacían por momentos asfixiantes e insoportables, para ‘enfriar’ aquella olla a presión y para que aquellas personas se olvidaran un poco de nosotros dos, decidimos establecer un período de solo escribirnos. Yo, debía enviarle mis cartas a la dirección de una íntima amiga suya, en la ciudad; y alli, Mireia las recogía puntualmente. Fue muy duro aquel mes. Y volvimos a vernos. Y, como quiera que seguían sus inquietudes y sus temores –seguirían acosándola y angustiándola con lo de mi ‘hechizo’; y ‘trabajandola’ también, para ir socavando su entereza y para que ella fuera sintiéndose culpable-, decidimos darnos -¡más duro aun!- una tregua, establecer un ‘período de prueba’: si, estaríamos un tiempo sin vernos, sin escribirnos, sin llamarnos por teléfono…, sin saber ¡nada! el uno del otro. Y así, pasado ese tiempo, sabríamos si de verdad estábamos enamorados o no. Y si superada esa prueba, esa dura etapa, seguíamos estando seguros de nuestros recíprocos sentimientos… entonces, ¡sí!, lucharíamos ya decididamente para vencer todas las dificultades y para que nuestro amor pudiese seguir enriqueciéndose, pudiese seguir 'todo avante'. Y así lo hicimos.

    Transcurrieron los tres larguísimos meses acordados; que a mi, ¡se me hicieron eternos! Y habiendo cumplido los dos escrupulosamente las normas, el día previsto y a la hora prevista –las 5 de la tarde; pero bueno, yo aparecí por allí como 40 minutos antes-, estaba yo ya, como habíamos quedado, en la Plaza de la Catedral. Nervioso, impaciente, expectante…, esperándola a ella. Primero, dando unos cortísimos paseítos, ante la cafetería en la que habíamos quedado; y después, cuando las campanas dieron ya las 5 y media, dentro, sentado junto a una ventana y mirando ansioso hacia fuera, hacia la calle por donde debería llegar ella. Pero las viejas campanas de la catedral -¡cómo recuerdo aquellos lastimeros tañidos!- dieron las 6, y las 6 y media, y las 7…, y ella, no apareció, no hizo acto de presencia. Estaba pues, claro: ella, no deseaba que siguiéramos viéndonos, no deseaba seguir conmigo. O, ¿sería tal vez que…, ‘los otros’, le habrían ‘prohibido’ (¡!) acudir a nuestra cita? ¡Qué triste y demencial si fue así!.

    Y, con una tremenda desazón, con el corazón casi roto, anduve un buen rato por las calles de aquella ciudad, como errante, desorientado, perdida la mirada, decaído el ánimo y enormemente triste y abatido… Había finalizado aquel precioso romance, aquel amor... ¡Había perdido a mi Mireia! Y recordé una estrofa de aquella preciosa canción -de Dyango-, que me había identificado con ella: ‘Si me dieran un instante para verte y…, no volverte a ver…, pararía ese momento y ¡estaría siempre en él!’. Pero, ese instante soñado ya no llegaría nunca, porque… ¡habían roto nuestro amor! ¡ellos, los que me acusaban de 'hechicero', ¡nos lo habían arrebatado!
    --------
    Ante aquella situación, ante aquella disyuntiva, ante aquel amor nuestro, lo lógico y natural, y lo sensato y bonito –pienso yo-, hubiese sido que, con atención y con cariño, la hubiesen escuchado a ella, a Mireia, que hubiesen querido saber así, de primera mano, cuáles eran sus auténticos sentimientos, qué era lo que de verdad ella quería…; y con nobleza y con cariño, que la hubiesen aconsejado, aceptando en cualquier caso –aunque les doliese- la decisión final de ella. Pero, parece ser, que las cosas no ocurrieron con esa sencillez, así de ‘normales’. Y yo me imagino –por los datos que tengo, y por intuición; y, sobre todo, por lo que Mireia me había ido contando y por lo que yo iba pudiendo entrever-, que desde que lo nuestro fue ‘vox populi’, en la mente de ‘los otros’ (padres de ella y del novio, familiares, etc.), conjurados para actuar mancomunadamente, hubo dos consignas clarísimas: una, la de proteger, blindar o acorazar el acuerdo-promesa interfamiliar, porque aquella boda ‘concertada’ hacía años, debía de ser ¡intocable, inexpugnable! ¡imposible que se desbaratase bajo ningún concepto!; y otra consigna –corolario de la anterior- que, ¡desde ya!, había que ridiculizar y menospreciar, amordazar y aniquilar, ese amor nuestro porque de ninguna manera podía consentirse –según ellos, claro-, que fuera creciendo, que fuera enriqueciéndose, ¡que fuésemos Mireia y yo ilusionándonos más y más! (Por cierto, ¿a alguien se le ocurriría siquiera por un instante, pensar en ella, en su felicidad...; o en nosotros, en nuestros sentimientos, en nuestro precioso amor, en nuestra felicidad?...). Y así, aprovechando aquel ‘impass’ de la favorabilísima coyuntura de mi ‘ausencia’ (por los tres meses famosos), aprovechando igualmente la presencia ya ‘en la escena’ del novio ‘oficial’, y actuando de una manera totalmente arbitraria, mostrando una absoluta falta de consideración, de sensibilidad y de respeto hacia nosotros, rayando ya en la mezquindad espiritual, este ‘cónclave’ habría decidido poner punto y final, con contundencia y sin más explicaciones, a aquel dilema, a aquel ‘problema’ que entorpecía sus ‘medievales’ planes y amenazaba con destruirlo, con echarlos por tierra.

    Y así, es más que verosímil que, intentaran enrarecer nuestra amistad, sembrar cizaña entre nosotros, desprestigiarme a mi –que no podía defenderme- y hacerte dudar a ti, Mireia…y, en definitiva, torpedear y destrozar nuestro maravilloso amor… Y presionándote a ti, coaccionándote, mediante falsedades –como la de mi ‘hechizo’- y pueriles mentiras, haciendo que llegaras a sentirte desleal y culpable, te ‘comieron el coco’, te obnubilaron, te desquiciaron…; y conseguido todo ello, aquel equipo de ‘consejeros’ –o de acosadores, más bien-, en una bien estudiada y planteada estrategia final, habrían puesto sobre el tapete un órdago final. Y de esta manera, a la hora de la verdad, cuando había que tomar una decisión definitiva, tú Mireia, agotada y angustiada por tantas adversidades y por tantas presiones, y sintiéndote sola, no tuviste la entereza y la valentía suficientes y necesarias para enfrentarte a aquella encerrona, ni para zafarte de aquella red-trampa que te tendían, ni para abstraerte de aquella ‘ceremonia de la confusión’, ni para desoir tantos buenos (¿) consejos, ni para enfrentarte a aquella especie de jauría que te machacaba con sus sinrazones, que te aturdía, que te desquiciaba y te culpaba, y… que no te ofrecía más que una salida, una alternativa… Y ante aquel mayúsculo órdago, te derrumbaste, diste tu brazo a torcer, te dejaste vencer –que no convencer- y… ¡claudicaste! ¿Sabes?, lo de estas personas que así te trataron y te ‘manipularon’, ¡esos sí que fueron ‘hechizos’!, y no los míos.
    --------
    Nuestro amor era limpio, sólido, bonito, grande, espontáneo, auténtico…Tú y yo, Mireia, éramos plenamente felices…, solo con estar muy cerca el uno del otro, solo con 'rozar' nuestras manos, solo con mirarnos a los ojos, solo con sonreírnos, solo… ¡con poder soñar! No necesitábamos nada más que nuestro gran amor y… ¡que nos dejasen tranquilos, en paz! Pero, ya sabes, esas otras personas -¿tal vez no entró nunca en sus cálculos 'perder'?..., ¿tal vez tuvieron envidia de nuestra innegable felicidad?-, se encargaron de que lo nuestro no fuese 'avante', de que no tuviese futuro. ¿Sabes?, ¡allá ellos con sus conciencias!

    En nuestro afán por hacerlo todo bien, con sensatez y pisando terreno firme, habíamos acudido varias veces a la bonita iglesia del Carmen, a rezar, a pedirle a Él que nos ayudara, a decirle que no queríamos hacer daño a nadie, a rogarle que nos hiciese ver el camino recto… Y algunas veces, para recabar consejos, nos habíamos entrevistado con aquel joven sacerdote, y le habíamos expuesto con absoluta claridad las especialísimas circunstancias nuestras, y las dificultades y… los temores y las dudas de Mireia. Y aquel muy agradable y ecuánime sacerdote, después de escucharnos atentamente, siempre nos decía lo mismo: que la Iglesia -y él mismo, por supuesto- estaban, se decantaban sin lugar a dudas, al 100%, por el amor espontáneo, sincero y auténtico, y… no por los ‘apaños’, ni por el absurdo de las bodas ‘prefabricadas’, por las bodas ‘de conveniencia’ o ‘concertadas’ entre familias.
------------
    Y, –según me contaron- se casaron, precisamente, en aquella pequeña y bonita iglesia. Por entonces, estaba muy de moda aquella canción que comenzaba así: ‘Blanca y radiante va la novia, le sigue atrás un novio amante…, y que al unir sus corazones, harán morir mis ilusiones’… Y prefiero omitir otras estrofas de la letra de esa canción; porque siendo muy bonita, es también muy triste y muy descorazonadora. Pero, yo pienso que, tal vez, ‘retrataba’ perfectamente aquella boda. Aunque, lo repito una vez más, ¡ojalá esté yo totalmente equivocado!
    ------------
    La última vez que nos despedimos, casi a la puerta de aquella iglesia, en alguna vivienda cercana sonaba la canción ‘Los paraguas de Cherburgo’. Y cuando escucho esta canción, esta música, siempre, invariablemente, me vienen a la mente aquellos amargos momentos y… ella, la bella Mireia ('No podré jamás vivir sin tu querer, porque moriré si no te veo más...' 'te suplico, amor, que vuelvas junto a mí, porque ...¡es nada la vida sin tí'). Se alejó andando grácilmente hacia su no muy distante casa, sin mirar hacia atrás ; yo, sin todavía creérmelo del todo, permanecí de pié mirándola, con lágrimas en los ojos… Su cabellera rubia, su esbelta y bonita figura, fueron perdiéndose lenta e irremediablemente en la lejanía… Se alejaba ella…; se alejaba una enorme ilusión y, con ella, se alejaba también algo físico, tangible, maravilloso… Y, ¡se perdía con todo ello un limpio y precioso amor!... 
    ------------
    Ha transcurrido mucho tiempo, muchos años, de todo aquello. Pero, yo siempre -entonces, por supuesto, pero también ahora- me he quedado con la intranquilidad y con la duda de cómo ocurrió todo lo referente a 'la decisión final'. Pensando –como intuía yo y expresaba antes-, en si la habrían permitido a ella elegir libremente, sin presiones, sin ‘amenazas’, o por el contrario… si le habrían ‘impuesto’ una determinada decisión, desoyendo sus razones y sus auténticos sentimientos; y también, en este último supuesto, bajo qué parámetros se habría tomado –e impuesto- la decisión de aquellas personas… Porque, era muy posible –a la vista, como dije antes, de lo que estaba ocurriendo y de lo que Mireia me había contado a mí y me había dejado entrever-, que aquel ‘comité’ hubiese preferido o antepuesto salvar contra viento y marea aquel ‘concertado’ matrimonio, antes que… pensar de verdad en la futura y auténtica felicidad de Mireia. Y, de ser esto cierto, hubiese sido algo tristísimo, ¡lamentabilísimo! ¡deplorable!

    Yo siempre, en todo momento, estuve –y sigo estando- muy tranquilo y muy sereno, con mi actitud, con mi proceder y con mi conciencia. Porque, simplemente, sencillamente, había ocurrido algo que ocurre millones de veces cada día a lo largo y a lo ancho de este mundo en el que vivimos; algo, que Dios quiere y que bendice; algo antiquísimo -tan antiguo como la mismísima humanidad-, esencialmente natural, cotidiano y maravilloso: la atracción y el enamoramiento de una mujer y de un hombre, o de una chica y un chico. Sí, me enamoré de una chica (sin saber que tenía novio); estuvimos saliendo un tiempo juntos, porque nos queríamos y nos necesitábamos, y para conocernos y ‘cimentar’ así nuestro amor; y quisimos, también, poner a prueba ese amor; y… ¡eso fue todo! No solo no hicimos nada malo, sino que hicimos algo ¡extraordinariamente bueno y bonito! Y sí, es cierto, me enamoré de una chica ‘comprometida’; pero lo más bonito y lo absolutamente cierto, lo maravilloso… ¡es que también ella se enamoró de mí! Y en cualquier caso, ¿qué culpa tuvimos Mireia y yo, de ‘encontrarnos’ en la vida, de conocernos, de sentirnos atraídos el uno por el otro, de ilusionarnos y de enamorarnos?... Yo creo que, si nunca pretendimos herir ni molestar a nadie, si siempre actuamos sin engaños, con respeto a todos, con rectitud, con lealtad y con honestidad…, se nos debería haber tratado de otra manera, con más comprensión, con más consideración, y no… ¡casi como si fuésemos dos ‘pecadores’, dos personas sin escrúpulos ni entrañas!; y por supuesto, concediéndole a nuestro amor, ¡toda la categoría que tenía! Y tal vez –creo yo-, el ‘meollo’ de la cuestión y el trasfondo de todo aquel lío con su más que confuso e incoherente desenlace final, fue, que… algunas personas, poco sensibles y quizás muy poco humildes y realistas, no supieron –o no quisieron- ‘ver’ y aceptar esta incuestionable realidad, y… no supieron perder ¡Así de sencillo!  Sí, porque probablemente -como he repetido varias veces-, fueron ellos en definitiva los que, con la más que posible forzada aquiescencia de Mireia,  y bajo estas ‘premisas del miedo’, con absoluta frivolidad y sin ninguna razón de peso ni consideración alguna, le pusieron ‘fecha de caducidad’ a nuestro gran amor.

    Y yo creo, ¿sabes?, que si todo ocurrió efectivamente así, y si después de todo ello y de ‘su victoria’ (¿), aquellas personas del ‘cónclave’ tuvieron un ratito para reconsiderar su actuación y los hechos posteriores, para recapacitar y reflexionar, si hicieron con realismo y con humildad una especie de ‘examen de conciencia’, habrán comprendido y habrán tenido que aceptar, que erraron, que actuaron con torpeza, que se equivocaron, que no actuaron con imparcialidad, ni con respeto hacia nosotros, ni con nobleza, ni con objetividad, ni con sentido práctico… Ellos, no quisieron escucharte con serenidad y con cariño, ni saber por lo tanto, o ‘enterarse’ de tus verdaderos sentimientos, de ‘tu verdad’, porque ello… les hubiese llevado inevitablemente a tener que afrontar la realidad, y a tener que asumirla, con todas sus consecuencias. Y de esa manera, no hubiesen tenido mas remedio que aceptar tu decisión, liberarte de ‘tus ataduras’, devolverte tu libertad y, con resignación, olvidarse de su famosa ‘boda concertada’. Pero, no debieron tener la fuerza de voluntad y la sensatez que se requerían para actuar así ¡Flaco favor, pues, te hicieron, los que -en teoría- tanto ‘miraban’ por ti y tanto te querían, Mireia!...
    ------------
    Nos quisimos de verdad, con un amor espontáneo, auténtico, sin fisuras y sin mentiras…, un amor, ¡bonito de verdad! Disfrutamos mucho y muy sanamente, con total sintonía y entendimiento, y con una juvenil alegría, el tiempo que pudimos –o que nos dejaron- estar juntos… Y aunque lo nuestro se truncó, aunque nuestro amor no ‘consintieron’ -esas personas- que llegara a buen puerto, mereció la pena vivir todos y cada uno de aquellos maravillosos momentos, cada uno de aquellos maravillosos segundos… ¡Claro que mereció la pena vivir aquel amor!

    Y de aquel romance con Mireia, de aquel sincero y precioso amor entre nosotros, me queda ¡mucho! ¡muchísimo!... Me queda la vaporosa, dulce y ensoñadora imagen de aquella esbelta, rubia, simpática, jovial, alegre, ilusionada y guapísima chavalita… Me queda el poético, entrañable, precioso, inolvidable y maravilloso recuerdo de nuestro mutuo, sentido, sincero, limpio y apasionado amor… Y me queda, por todo ello, el recuerdo de una etapa de mi vida, que jamás podré olvidar y en la que me sentí ¡extraordinariamente dichoso! ¡plenamente feliz!…

    Ahora, con el paso de los años, parece como si todo hubiese sido un sueño… Pero, no fue un sueño, no: ¡fue una preciosísima y maravillosa realidad! Y estos muy bellos y emotivos recuerdos…, ¡ah!, todo ello, que forma ya para siempre parte de mi memoria, de mi existencia, de mi ser...,  todo ello, ¡nadie podrá nunca ‘enturbiármelo’, ni deformármelo, ni usurpármelo, ni robármelo!... Sí, ¡me queda muchísimo positivo, bello y enriquecedor de todo aquello! Y me queda, sobre todo..., ¡muchísimo de tu esencia, de tu juvenil encanto..., muchísimo de tí, mi querida Mireia!

    Y, ¡así es la vida! Unas veces se gana, y otras se pierde. Y hay que estar preparado para todo y saber ‘encajar’ los golpes –como los buenos boxeadores-…; y todo, aceptarlo con humildad, con entereza, con serenidad… Y cuando hemos actuado sin ánimo de herir a nadie, con rectitud, de buena fe, con nobleza y con honestidad, debemos seguir nuestro camino con la frente bien alta, seguros de nosotros mismos... Los disgustos, los distanciamientos, las separaciones, las rupturas e incluso las ‘faenas’, son siempre tristes y 'destructoras', difíciles de ‘digerir’ y muy dolorosas; pero yo creo, que siempre hay que disculparlas y perdonarlas; y… ¡quedarnos en el recuerdo solamente con lo bueno, con lo agradable, con lo armonioso, con lo bello que hubo en esa amistad, en esa relación, en ese amor!... Jamás –yo pienso así- deberían quedar luego rescoldos de rencillas, odios, rencores, venganzas ni nada que se le parezca. La amistad y el cariño que hubo, si fueron auténticos, deberían permanecer ¡casi intactos eternamente!
------------
    ¡Que Dios te bendiga, Mireia! Porque yo sé, que tú eras una chiquilla buena, noble y sincera; y sé, estoy completamente seguro, convencido, de que me querías de verdad, sin dobleces…, ¡de que estabas enamorada ¡de mí! Lástima, que tu no supieras defender ¡aquello que era nuestro! ¡tan íntimo y tan precioso!; y lástima, que yo no tuviera ninguna ‘chance’, ninguna opción de estar a tu lado en los momentos más difíciles, de haber podido asi intervenir, de protegerte, de darte fuerza, de ayudarte, de animarte…, de ‘rescatarte’ de aquel pequeño infierno, ¡de mostrarte el camino de la verdad y de la felicidad! (Tu padre y tu futuro suegro, me conocían de sobra ¡Que bonito y gentil hubiese sido, que me hubiesen 'invitado' a participar en aquel definitivo y decisivo 'debate final', ¿nó lo crees así, Mireia?). Porque, ¿sabes? –yo lo creo así, firmemente-, los dos salimos perdiendo; no por culpa nuestra, repito, sino por el capricho de esas personas que, aferradas –parece ser- a su medieval ‘proyecto’, no supieron o no quisieron aconsejarte noblemente, con imparcialidad, con cariño y con sentido de la realidad; y que, ciegos, tampoco quisieron ‘enterarse’ de tus auténticos sentimientos, de lo que de verdad te importaba y de verdad querías tú, Mireia.
    ------------
    Mireia, gracias por el tiempo que me dedicaste, por el cariño que me diste, por todo lo que me enriqueciste y por lo que me hiciste soñar, por tantas ilusiones compartidas…¡Millones de gracias por todos aquellos momentos tan maravillosos que pasé junto a tí! Eras una chavala, sana, ¡preciosa y estupendísima! Y, tú ya lo sabes, ¡te quise de verdad, con todo mi corazón!, y ¡fui extraordinariamente feliz a tu lado, a solas los dos! Lo nuestro, no salió bien. Pero, no te reprocho ni te culpo de nada; ni nada tengo contra ti ¡Muy al contrario!, yo siempre te recuerdo y te recordaré con muchísimo cariño, con enorme simpatía, con añoranza… Y siempre deseo y desearé para ti –y así se lo pido al Señor cada día-, ¡que hayas sido y que seas siempre muy muy feliz! ¡enormemente feliz!

    Y a ti, Señor, ¡te doy gracias también, por haber tenido la oportunidad de conocer a aquella alegre, jovial y preciosa chavalita, a Mireia; por el muy bonito y muy sincero amor que nos tuvimos; y, ¡por aquella preciosa etapa de mi vida que, jamás olvidaré!
     ------------
    (Nota final.- Es posible, que pueda parecer muy duro todo, o bastante, de lo que he escrito. Y con toda sinceridad lo digo: ¡ojalá yo haya estado y este ahora también totalmente equivocado en la percepción o en la intuición de cómo actuaron aquellas personas (el ‘cónclave’, como lo he llamado), y de cómo ocurrieron los hechos que desembocaron en aquella para mí casi anacrónica, absurda  y poco elegante 'decisión final', en aquel órdago (a la grande, a la chica, a los pares y al 31, para los que saben del juego del 'mus')!... Pero es que, hay hechos posteriores a esa incoherente e incomprensible 'decisión final' -que considero, por respeto a Mireia y por caballerosidad, que no debo mencionar- , que me dan la razón, y que corroboran, que confirman y que avalan casi al 100% todo lo que he relatado. Y es esta -debo añadir- una historia auténtica, verídica).


                                                         Escrito por Raffaello.

                                                                 V14.Ene.2011

Nota.- Este articulito -demasiado extenso quizás, ¡discúlpenme!-, escrito hace tiempo pero siempre de actualidad -al menos para mí, claro-, estaba como 'perdido' en otro lugar de este 'blog'; y sobre todo, estaba con la letra pequeñísima y sobre un fondo muy obscuro, de tal manera que apenas podía leerse. Por ello, me ha parecido oportuno rehabilitarlo, editarlo, y volver a publicarlo en mi 'blog'.









No hay comentarios: