domingo, 4 de noviembre de 2012

Un nuevo amanecer.   /

Por aquel entonces, acostumbraba yo a ir a misa diariamente, siempre a la misma temprana hora, siempre a la misma bonita y pequeña iglesia… Y siempre, dando las campanas sus jubilosos últimos tañidos –que anunciaban el comienzo de la misa-, estaba yo ya entrando por la puerta del templo. Y uno de aquellos días, unos bancos más adelante de donde yo me encontraba, acerté a ver a una chiquilla morenita y preciosa, con inequívoca carita de buena persona y…, yo diría que ¡impactante! Y volví a verla más veces. Y a partir de entonces, todos los días, ocurría que, al entrar yo en la iglesia y ‘saludar’ reverenciosamente al Señor y dedicarle unas oraciones, lo primero y ‘urgente’ que hacía luego, era…, tratar de localizar, de encontrar entre tantos fieles a aquella preciosa criatura.

Y esa ilusión y ese interés por poder verla, llegó a ser ya como una anhelante e íntima necesidad; ¡no podía estar sin verla! Tanto que, debo decir en honor a la verdad que sí, yo iba a aquella iglesia a encontrarme con el Señor –con la muy sana intención e ilusión de poder ser, en mi vida, cada día un poquito mejor-; pero también, iba a esa misa y a esa iglesia por…, verla a ella, a aquella para mí desconocida y extraordinariamente atractiva chiquilla. Yo era a la sazón- como se dice en las novelas-, muy jovencito…, tal  vez tuviese 14 o 15 años; y era esta la primera vez que sentía algo nuevo dentro de mí, que me sentía atraído de verdad por una muchachita y que me interesaba por élla. Aquello, era la novedad; era la mas ‘tierna’ y limpia ilusión… Era, podríamos decir, el primer ‘flechazo’… Eran, mis primeros pequeños, tímidos e inexpertos ‘pasitos’ o escarceos en el para mí desconocido -pero que intuía maravilloso- mundo del amor.


Siempre recuerdo y recordaré, la sencillez y la devoción de aquella chiquilla –que sería muy poco mas jovencita que yo-, cuando se levantaba de su asiento y se acercaba al altar para recibir la comunión. Y al volver a su banco en la iglesia –yo siempre expectante y extraordinariamente atento-, es cuando podía verla de frente y admirar su recogimiento, su pausado caminar…, y sus bonitos rasgos, su cabellera muy morena, su carita de buena persona, su serena y limpia mirada… ¡Qué preciosidad de chiquilla! ¡Y qué sensación de paz, y de serenidad inspiraba y transmitía  el verla! Aunque, esta ‘contemplación’, era siempre breve y bastante lejana, porque yo –tímido por excelencia- no me atrevía aún ni siquiera a situarme cerca de ella en la iglesia.


Notaba que, dentro de mí, comenzaba como… un nuevo amanecer. Empezaba a agitarse, a ‘bullir’ algo nuevo para mí, unas emociones y unos sentimientos que jamás había tenido…; y mi joven corazón, digamos que… empezaba ya a sentirse ‘inquieto’. Y yo, me daba cuenta de que quería más, de que necesitaba más: necesitaba, al menos, ¡verla de cerca!, y ¡si pudiese conocerla!... Mi ilusión por ella, y mi atracción hacia ella -¡qué preciosos sentimientos aquellos!- aumentaban día a día… ¡Ya no podía pasarme ni un instante sin pensar en ella, sin ilusionarme con ella, sin soñar!... Y es que, yo no me daba cuenta entonces, pero… aquella niña, ¡estaba apoderándose de mi corazón!


Y acuciado por esta impaciencia y por esta ‘necesidad’, elaboré entonces un sencillo plan. Ella, una vez terminada la misa, volvía a su casa invariablemente por la misma calle; y yo iba, a la par que ella, por una cercanísima calle paralela; y había un momento, en que las dos calles como que se encontraban, se cruzaban… Yo tenía calculado ‘al milisegundo’ los tiempos; y era este el inolvidable momento en el que los dos, ella y yo,
íbamos –como dicen los marinos- ‘a rumbo encontrado’, de tal manera que, en aquella confluencia –por donde ella tenía que pasar forzosamente para llegar hasta la plaza en donde vivía- nos cruzábamos los dos y, además, como la calle era muy estrecha, pasábamos muy cerquita el uno del otro. Era, ¡el tan ansiado y maravilloso instante de cada mañana, esperado y deseado siempre con tantísimo anhelo, con tantísima ilusión!... Eran los impactantes segundos, en los que ‘mi f.c.’ (mi frecuencia cardíaca), se aceleraba notablemente… Era el momento y la circunstancia en que -¿es posible?- mis ojos ‘se agrandaban’ todo lo imaginable –casi casi, como los del malvado lobo, cuando pretendía zamparse ‘enteretica’ a la muy dulce e ingenua Caperucita Roja-; sí, agrandarse para captar, para abarcar, para acaparar mas y mejor, para casi ‘acariciar’ a aquella preciosa chiquilla… Y su ya muy querida imagen, se quedaba entonces retenida, como grabada a fuego, en mi retina y en mi mente…, ¡ah!, y… ¡en mi corazón! Y yo, solo con haber podido verla de cerquita, ¡me sentía así tan dichoso, tan exultante, tan enormemente feliz!...

Un día advertí, que no sonaron las campanas como cada mañana, y… que ella, la preciosa chiquilla aquella, no apareció… ¡Que raro! Y vino a mi mente la letra de una bonita canción que decía así: ‘Campanitas de la iglesia, que llamáis al amor mío…, no toquéis hoy tan temprano que hace frío, ¡mucho frío!... Está nevando en la aldea, y mi amor ya se ha dormido, ¡no quiero que se despierte pues soñando está conmigo!’… ‘Calladas están las fuentes, dormidos los surtidores…, hasta que el sol no sonría llorando estarán las flores’… 'Parece que allá en el cielo, se desnudan los almendros, y la torre de la iglesia de novia se está vistiendo...'. Pero, en fin, todo volvió a la normalidad al día siguiente.


Y no tardó mucho ella en darse cuenta, en percibir, mi estrategia para encontrarnos los dos; y así mismo, en advertir mi persistente y penetrante mirada que, casi le estaba ‘diciendo’, transmitiendo: ‘deseo, ¡necesito conocerte ¡ya!, chiquilla, porque…¡me estoy enamorando de ti, preciosa!’.


En verdad, ¡qué maravilla aquellos primeros ‘sentimientos de amor’!... ¡Qué emoción y qué ilusión tan grandísimas inundaban mi corazón y mi mente!... Ciertamente, imposible tratar de describir aquellos sentimientos de entonces. Como imposible de definir o de describir ha sido, es y lo será siempre, el amor.

----


Durante un tiempo, yo solía pasear –junto con algún amigo- por la calle Mayor de aquella ciudad. Y un día, en un balcón de un tercer piso, la había descubierto a ella. Como es lógico, frecuenté más aún aquellos paseos; y ella siempre estaba en aquel balcón; y yo la miraba tan extasiado que, distraído y absorto en su contemplación, a veces casi chocaba con otros viandantes… Ella, no tardó en advertir mi presencia; y ya cada vez, era mas insistente también su recíproca atención hacia mí.


Y, poco tiempo después, aquella limpia y preciosa ilusión ¡se hizo realidad! Un día, en el cruce ‘post-misa’ de nuestros convergentes caminos, nerviosísimo, tímido y absolutamente inexperto yo, me atreví a abordarla, a acercarme a ella, a pedirle –con bonitas y gentiles palabras y con mucha educación, sencillez y humildad, eso sí-, que me permitiera acompañarla hasta su casa… Y ella, también nerviosa y tímida como yo, y notoriamente ruborizada –o ‘colorada’, como dicen por estas tierras-, aceptó de buen grado. Y aquel primer ‘paseíto’ juntos -¡increíble!, me decía a mi mismo; que yo me haya decidido a acercarme a ella, y ¡que me haya aceptado!-, aquellos primeros instantes de nuestro ya notorio enamoramiento…, ¡qué inmensa felicidad, qué maravilla! ¡Son y serán ya para siempre, de esos recuerdos en verdad mágicos, fantásticos, imborrables!

Siempre relaciono a Laila, a aquella chiquilla, con una preciosa canción de moda entonces: ‘Era Primavera, y las praderas con florecitas mañaneras, te besaban al pasar…’ , ‘ibas con un traje color cielo, con un tul cubriendo el pelo y un librito de rezar…’, 'fuiste lucecita que alumbró mi obscuridad...,‘eras como el agua que traía el manantial…, ’¡eras la esperanza que invitabas a soñar…!’ ¡Qué maravillosos recuerdos! ¡Y qué maravillosa aquella sencilla, siempre sonriente, dulce, ingenua, simpatiquísima, ocurrente y preciosa niña!


Yo, ni fumaba ni he fumado nunca, pero quizás por capricho, o porque encontré original el nombre –y también, porque el envoltorio era muy original y bonito- me había comprado una cajetilla de un tabaco que se llamaba ‘Papastratos’ (Los fumadores de mi edad, lo recordarán sin duda. Creo que estaba fabricado en Grecia). A mi familia, les hizo gracia esto; y la primera vez que nos vieron juntos a Laila y a mi paseando, se les ocurrió luego preguntarme cariñosamente por…, ‘la papastrata’ ¡Qué preciosa y extraordinaria chiquilla la ‘papastrata’!



Un buen día, decidimos ir a la Feria. Había instalada, entre otras diversiones –carrousell, autos de choque, tiro al blanco, ‘voladores’, caballitos…- una enorme noria. Y la convencí para subirnos en ella. Todo fue bien mientras ascendíamos,
despacito; y allí arriba, en lo más alto del recorrido, nos tuvieron un ratito parados… Pero, cuando aquello se puso en marcha de verdad, la bajada fue tan rápida, tan brusca, tan fuerte y tan vertiginosa, que ella, asustada, se aferró a mí espontaneamente; y yo –lo estaba deseando, claro-, le pasé delicadamente el brazo por su espalda (¡!), la cogí por el hombro y muy dulcemente la estreché contra mi… ¡Qué impresión tan nueva y tan maravillosa sentirla tan cerca, tan ‘pegadita’ a mí..., sentir su calorcito! ¡Jamás olvidaré aquellos maravillosos instantes!... Y es que, claro, ¡era la primera vez en mi aun corta vida, que sentía tan cerca a una chiquilla, a una mujercita!... De la cual, además, ¡yo estaba enamoradísimo!



Ella, se hizo ya, podríamos decir…, una ‘asídua’ mía. Yo jugaba en el equipo de balonmano del Instituto –bueno, y en el de fútbol, en el de tenis, y en el de baloncesto, en el de atletismo y en el de ‘campo a través’, y en el de ‘ping-pong’, etc.-; y cuando había partido, ella iba siempre a verme jugar y desde la ventana de la cercana casa de una tía súya, disfrutaba con los goles que yo lograba. Y yo, claro, con un saludo le brindaba esos goles; y me esforzaba mas y mas por jugar cada día mejor para, de esta manera, agradarla a ella y… que se sintiera ‘orgullosa’ de mí.


Y así, poquito a poco, con sencillez, con pequeños y galantes detalles, pero sobre todo con una gran constancia y con una enorme, limpia y grandísima ilusión, se fue haciendo, se fue forjando y fue creciendo y haciéndose sólido y firme, aquel nuestro maravilloso primer amor… Un amor sencillo, limpio, transparente…


Teníamos idénticas ilusiones; disfrutábamos de las mismas alegrías; estábamos absolutamente compenetrados; no había secretos entre nosotros… Estábamos muy enamorados; y sentíamos ambos, como una felicidad muy profunda, nueva, desconocida para nosotros -ella, era también la primera vez que salía con un chico-; y… ambos, nos sentíamos, con aquel recién estrenado amor, como renovados, fascinados, ¡inmensamente felices!... Y es que, ¡nos necesitábamos ya el uno al otro!


------


Y luego…, es extrañísimo, casi increíble; pero todo fue como muy confuso y ¡extraordinariamente doloroso! Y no consigo recordar exactamente qué pasó. No nos enfadamos por nada; no decayó nuestro amor…, seguíamos tan ilusionados y tan enamorados como siempre... Pero yo, no la veía ya;  ella, se había desvanecido, había como ‘desaparecido’ de la escena… Durante algunas semanas, no conseguí volver a verla… Mi inquietud y mi preocupación crecían… ¿Qué había ocurrido?...


La cuestión es que, aquel primer, limpio -¡tan limpio como la blanquísima nieve en la cima de la mas alta montaña-, diáfano, ingenuo y maravilloso primer amor…, pudo haber tenido un final muy feliz, pero lamentablemente, terminó pronto e inesperadamente.


Ella –alguien me lo dijo-, estuvo un tiempo enferma (no supieron decirme qué tipo de enfermedad). A mi, por más que lo intenté, me fue del todo imposible volver a verla o a hablar con ella, o establecer contacto con alguien que la conociese y que hubiese podido informarme… No pude saber ya nada más; ni dónde estaba, ni qué enfermedad tenía... Y de repente, inopinadamente –alguien me lo contó- y aunque era una chiquilla muy jovencita aún, apenas sin despedirse de nadie, Laila, se fue a vivir…, a un ‘país’ muy muy lejano. Lógicamente, ahí acabó lo nuestro. Y nunca más he vuelto a verla ni a saber de ella.


¡Cómo hubiésemos podido imaginarnos, la última vez que estuvimos juntos, que nunca jamás volveríamos a vernos!... (Esto me recuerda –aunque solo sea por el título-, aquella famosa película-drama de 1959, protagonizada por Elizabeth Taylor y Montgomery Clift, que se titulaba, ‘De repente, el último verano’). Y es que la vida, a veces, es así: inesperada en su devenir y en sus derroteros, humanamente incomprensible, tremenda, dolorosa, trágica, desgarradora… Aunque, a pesar de todo ello, es también casi siempre, gracias a Dios, ¡inmensamente bella y maravillosa!


----


A ese ‘país’ anhelamos ir ¡todos!; y por llegar a ese ‘país’, nos esforzamos durante toda nuestra vida; pero solo podemos ir cuando nos llaman de allí. Y podremos entrar en él, si…, si en la vida hemos sido coherentes, trabajadores y honrados; si hemos procurado hacer el bien y ayudar a otras personas, a otros hermanos; si no hemos hecho ni deseado daño a nadie; si en ese momento, tenemos bien hechos los 'deberes' y 'preparadas las maletas’; y también –esto sobre todo-, si en ‘el examen sobre el amor’, hemos presentado ante el Señor unas altas cualificaciones y se nos ha ‘aprobado’. (‘Al atardecer de la vida, se os examinará del amor’). Pero es que, se da la circunstancia, que de ese ‘país’…, de nadie hemos tenido nunca noticias; y…-que se sepa-, ¡nadie ha vuelto jamás!


Y es esta, precisamente, la especialísima circunstancia: que Laia, no puede volver de allí; pero…, yo si puedo -¡ojalá sea así!- ir para allá… ¿Cuándo?, pues cualquier día y en cualquier momento… Solo nuestro Señor lo decide; y por lo tanto, solo Él lo sabe…

----


¡Qué bonita eras, niñica! Y, aunque algo lejanos –ya sabes: los años pasan raudos; y las neuronas ‘envejecen’ y se vuelven como perezosas-, ¡que entrañables y qué preciosos y vivos recuerdos tengo de ti, mi queridísima Laila!...




Tuviste, es cierto, poco tiempo de estar en este mundo; pero así, tienes ahora ¡muchísimo más para disfrutar de ese edén! Y ahora que estás ya con Él, en ese desconocido pero seguro que maravilloso Cielo, ¡que Dios te cuide y te bendiga, y que seas, ya para siempre, inmensamente feliz, mi pequeña, preciosa y queridísima Laila! ¡Siempre tu sencillo, cálido, inocente y maravilloso amor, tu bella imagen, tu bonita y serena mirada, tu sonrisa y tu juvenil alegría…, tu recuerdo, estarán grabados en mi mente y en mi corazón y..., vivirán en mí! ¡Siempre, siempre, te lo aseguro!



En ese Cielo donde ahora te encuentras, Laila, yo estoy seguro de que cada mañana volverás a oir y a sentir el tempranero y alegre tañir de las campanas de nuestra pequeña y bonita iglesia; y vestida con tu
 precioso trajecito azul celeste y con aquel librito de rezar en tus delicadas manos, te dirigirás rauda, con grácil andadura, hasta el banco en donde siempre te sentabas… Y recordarás aquellas primeras tímidas escaramuzas mías por conocerte, por estar cerquita de ti…; y recordarás nuestro emocionante y querido ‘episodio’ de la noria; y recordarás los felicísimos ratos que pasamos juntos… Y aquel nuevo, limpio, ilusionado y precioso amor que brotó y que prendió con formidable pujanza en nosotros y que juntos disfrutamos, sentimos y vivimos en total armonía y tan dichosamente… Para ti y para mí, fue ¡nuestro primer amor! ¡Nuestro maravilloso e inolvidable primer amor! Y todo ello, ¡gracias al Señor!



¿Sabes, Laila?..., yo espero, lo deseo fervientemente, ¡con toda mi alma!, algún día volver a verte. Y si nos vemos de nuevo, si volvemos a encontrarnos, te lo aseguro, entonces…, ¡ya nunca más volveremos a separarnos!


                                           Escrito por Raffaello.
                                                        Agosto 2012




No hay comentarios: