miércoles, 6 de octubre de 2010




 En el atardecer...  /

     Nunca supe, ni sabré ya, si María me quiso, si alguna vez estuvo enamorada de mí. Pero, lo que si sé, es que yo estuve ¡loco de amor por ella! ¡Y que hubiese dado media vida, por poder vivir la otra media junto a ella! (‘… Pero mudo, absorto y de rodillas…, como yo te he querido, María, desengáñate,… ¡así no te querrán!’).

    Aunque sin una clara declaración de amor, yo, de forma constante e inequívoca, durante muchos años -cuando la conocí, ella era muy niña aun-, le había hecho saber a María, con mil bonitos y galantes detalles e insinuaciones, que estaba ‘super-colado’ por ella. Sí, aquel era un amor lleno de romanticismo, pleno de sutilezas y, a un tiempo, sereno y enormemente apasionado. Y ella -¡claro!- lo sabía de sobra y se sentía halagada; pero no se definía, nunca exteriorizaba ni dejaba entrever sus sentimientos hacia mí.


    Y aquella tarde, salimos ella y yo a dar un ‘garbeo’. Hablamos de muchas cosas; pero  ninguna -¡qué pena!- referente a mi ‘desbordante’ amor por ella (Pensando yo, que habría más y mejores oportunidades; y sin poder imaginarme, que era mi último ‘a solas’ con ella). Y ya anocheciendo, la  acompañé hasta su casa. Ella, se despidió… cortésmente. Pero, por sus palabras y por el modo de expresarlas, yo supe de inmediato que aquello no era un sencillo ‘hasta luego’…; no, aquello tenía el amargo sabor de un adiós definitivo…
    Me quedé como petrificado, sin apenas aliento… Fueron momentos de desconcierto, de enorme desaliento, ¡de profunda desolación!... ¡Me desmoroné! ¡Fue tremendamente doloroso para mí! Sentí..., ¡como si se derrumbase un trocito de mi alma! ¡Todos aquellos años de auténtico, de profundo, de apasionado, de maravilloso y limpio amor…, se veían en un instante hechos trizas, reducidos como a un minúsculo montoncito de cenizas! Como si una repentina ráfaga de viento huracanado me lo hubiese robado todo subitamente, sin apenas tiempo para reaccionar, ¡había perdido en un instante lo más bonito, lo que más ansiaba, lo mas querido en mi vida!… ¡Ya nunca jamás sería posible mi gran sueño!... Pero, callé; quise respetar su decisión; no decir nada que, tal vez, hubiese podido molestarla o dañarla (‘No hieras a la mujer, ni con el pétalo de una rosa –decía el poeta-; no la hieras…, ¡ni con el pensamiento!’). Un último, fugaz y casto beso, selló nuestro adiós.

    Tal vez entonces, no advertí, no fuí consciente de la trascendencia del momento, de lo que aquello iba a representar y a significar en mi vida… Pero, qué duda cabe, que en aquel inesperado, brusco  y dolorosísimo adiós, en aquella definitiva ruptura y separación de la persona a la que más amaba, una gran parte de mis sueños, de mis ilusiones y de mi alegría, incluso tal vez una parte de mi vida, murieron allí… Y todo ello, iba a dejar en mi una permanente, profunda y dolorosísima herida, que ¡nunca he podido olvidar ni superar del todo!...
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    Era ya de noche; una noche árida, triste y oscura. El cielo, lloraba; y yo también lloraba…; ¡las ‘lágrimas del alma’ por el amor perdido!... Por cierto, ¡qué pena por este amor que –salvo el Señor y yo-, nadie ha conocido en toda su esencia, en toda su magnitud, en toda su autenticidad, en toda su íntima y maravillosa esplendidez y grandeza!... (Así que, nadie tampoco, ha podido jamás conocer y comprender mi dolor, mi inmensa tristeza) ¡Y qué increíble e injusto es que un amor como este, no haya tenido un final feliz!

    Mientras caminaba en la desierta noche, bajo la tenue lluvia, angustiado, sin casi poder reaccionar y serenarme, sin rumbo fijo y perdida la mirada, un mismo pensamiento martilleaba  mi mente: 'ella, María, ¡lo era todo para mí!..., y, ¡la he perdido para siempre!'..., ¡ya nunca jamás será posible mi más grande, mi más querido y anhelado sueño!'... Y  recordé aquella bonita aunque triste canción:  'No me quiere quien yo quiero..., ¡qué me importa lo demás, si por ella ¡yo me muero!'...

    Pero, el mundo no se para; ni frente a una catástrofe ni, muchísimo menos, ante un amor frustrado, ante un océano de lágrimas y de dolor… No, ¡la vida sigue!; y para el que sufre, ¡todo alrededor parece vacío e indiferencia! Pasó un tiempo. Y alguien me comentó que María se había casado. Años más tarde, yo también me casé. Y, como siempre había sido, Dios fue extremadamente generoso conmigo: me casé con una chavala extraordinaria y preciosa; tuvimos cuatro maravillosas hijas… Ellas trajeron a mi vida, ¡el cariño y el amor que siempre había soñado y había buscado! Ellas –mi esposa, mis hijas- iban a ser ¡lo más bonito en mi existencia!

    Muchos años más tarde, otra persona, me dijo que María había enviudado. Y también yo, unos años después, perdí dolorosamente a mi esposa. Mis hijas, residentes –por razón de familia y de trabajo- una en Noruega, otra en Eslovenia, otra en Canadá…, poca compañía podían hacerme… Me escribían con frecuencia; me daban ánimos; seguían queriéndome tantísimo como siempre me habían querido; se ocupaban de mí en la distancia…; pero yo me había quedado muy solo, ¡demasiado solo!

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     La Residencia de Ancianos en la que ahora me encontraba, resultaba diáfana, coquetona y bonita; y el ambiente que en ella se respiraba, era realmente acogedor y agradable. No sabía de su presencia, de su cercanía; pero, aquella tarde, en aquel soleadito rincón del salón, con una ‘Coca-Cola’ en sus manos, sentada elegantemente en un bonito diván y muy cerca de un precioso centro de flores, acerté a ‘adivinarla’… a ella. Me acerqué con sigilo, con discreción, ¡no podía creérmelo!...; y ella fijó en mí su mirada… Mi viejo corazón, ¡dio un enorme brinco!... Aquella mirada, dulce, serena, cálida, acariciadora, penetrante, maravillosa…, ¡era la mirada que me había cautivado y me había enamorado locamente en su día!... No había ninguna duda: ¡era ella!…, ¡era María!  Que, a pesar del tiempo transcurrido y de las ‘huellas’ de los años, ¡seguía tan bella, tan espectacular y tan atractiva como siempre!... (Me vino a la mente, aquella preciosa canción: 'Igual que la raiz del árbol en la tierra, tú estás dentro de mí, fundida con mi piel...').


    También ella me reconoció al instante. Nos saludamos afectuosamente; sorprendidos, incrédulos y... emocionados. Me senté a su lado; y ella, pareció sentirse confortada. Recordamos viejos tiempos, y ‘nos contamos’ en breves palabras, nuestras respectivas vicisitudes y peripecias vividas, nuestro 'caminar' por la vida… Luego, nuestras manos, instintivamente, se buscaron y se entrelazaron…, y su cabeza, se recostó y se cobijó suavemente en mi hombro ¡Qué sensación tan maravillosa volver a verla, a sentirla!..., ¡volver a estar tan cerquita de ella…! ¡Tantas veces ‘viví’ aquel sueño!… Sí: ‘Soñé que me querías -decía la letra de aquella bonita canción-, ¡qué dulce fue aquel sueño!... Soñé, que era tu dueño, ¡qué triste despertar!...’ 


    Los dos, estábamos ya en el atardecer de nuestras vidas; en el último tramo… Esa etapa, en la cual las horas parece que transcurren lentamente, aunque… el reloj corra muy raudo. Esa etapa, que se ha dado en llamar ‘la tercera edad’; pero que yo siempre he preferido llamar ‘la edad dorada’, por las doradas hojas del Otoño, y..., porque resulta más poético. Son momentos, de recuerdos, de añoranzas, de nostalgias, de melancolías…; de hacer tal vez un sucinto balance de nuestras vidas, valorando nuestras pequeñas ‘victorias’ o éxitos, y disculpando -¡cómo no!- nuestras renuncias, nuestros fallos, nuestras debilidades, nuestros tropiezos, nuestros fracasos… Y siempre, dándole gracias al Señor, por todo ese tiempo que nos ha permitido vivir y ¡por la inmensidad de dones que nos ha concedido, que nos ha regalado!…

    Es esa etapa, ya sin posible retorno, que nos acerca inexorablemente a nuestra meta y… a Dios. Ya que esta palabra, meta, es un tanto engañosa o equívoca porque, siendo efectivamente el final de algo, paradójicamente es también, nada menos que ¡‘la puerta de la Vida’!, ¡el principio de todo!... Si, ¡la contemplación de una brillantísima Luz que no tiene ocaso!... ¡El principio, ya junto a Él, de una nueva y maravillosa Vida que no se extingue jamás… 

    Y ahora, yo que estaba algo menos ‘oxidado’ o anquilosado que María, iba a tener la oportunidad de cuidarla –con mucho respeto, con mucha dulzura, a mi manera (recordé aquella preciosa ranchera que cantaba en mi juventud, de estudiante en Valladolid (España), con la Tuna de Medicina: ‘déjame verte llorando…, déjame estar a tu lado, cerquita de tu alma, juntito al dolor…’)-, de intentar suavizarle las a veces amargas y difíciles horas de la vejez; de intentar llenar de alegría, de ingenio, de fantasía, de verdad y de romanticismo sus postreros años… Y de poder así, delicadamente, ‘platonicamente’, querer a María, ¡el gran amor de mi juventud…! Yo siempre acertaba a encontrar la palabra adecuada, la frase ocurrente o ingeniosa que, invariablemente, dibujaba en ella una bonita y dulce sonrisa y… una mirada de sincero agradecimiento… ¿Qué importaba ahora si ella fue poco o nada sensible a mis insinuaciones, a mis galanterías, a mis pequeños obsequios, a mi 'encendido' amor…; si alguna vez me quiso o no…; si me rechazó, sin apenas conocerme ni escucharme, sin valorar y sin apenas saber nada de aquel maravilloso amor que -¡dichosamente, Señor! ¡gracias por ello!- sentí hacia ella, con inmensa ilusión, esperanzadamente,  ¡tántos años de mi vida!?... ¡Ahora, lo más importante, ¡lo único importante!, era intentar animarla, distraerla, mimarla, llenar su corazón de alegría, de júbilo y de esperanza…, ¡intentar serle útil! ¡ayudarla!


    Ella –me consta- fue feliz aquellos pocos años, a mi lado. Y yo fui también, ¡enormemente feliz! Porque, al fin, gracias a Dios, había tenido la oportunidad, la dicha, la fortuna inmensa de poder regalarle a ella, algo de la ternura, del afecto, de la delicadeza…, de ‘los diamantes’ que siempre cultivé y que siempre habitaron en mi corazón… ¡Qué maravilla haber podido ofrecerte, María, unos ratitos de fantasía, de romanticismo, de ilusión, de sana alegría, de auténtica felicidad!... ¡De ‘decirte’ –sin palabras; no eran necesarias-, lo enamoradísimo que estuve de ti, y lo que hubiese sido nuestra vida en común si se hubiese cumplido mi gran sueño y nos hubiésemos casado!... ¡Si yo hubiese podido así, quererte y cuidarte, hacerte feliz, ¡al máximo! ¡hasta el último latido de mi corazón!... Pero, sobre todo, ¡qué grandísima, qué inmensa satisfacción, haber podido, en este inesperado y último -pero, ¡enormemente dichoso y enriquecedor!- ‘encuentro’ de nuestras vidas, servirte de algo, mi ‘pequeña’ María!...  Sí, porque tú me hiciste sentir, ¡lo que nunca antes había sentido!... Porque tú, María, fuiste, ¡tántos años!, mi luz, mi fuerza, mi alegría, mi musa, mi inspiración, ¡mi más querida ilusión, mi más noble ambición y mi más grande anhelo y esperanza!... Tú, ¡lo eras todo para mí!... Y porque tú -yo luchaba cada día, cada minuto, por ser digno de tí-, me hiciste mejor persona; y, sin saberlo siquiera, ¡me salvaste de tantísimos peligros!... Sí, María, yo ¿sabes?, ¡toda una vida hubiese estado queriéndote, mimándote!... Correspondiendo así, a la inmensa felicidad que tú -casi sin saberlo, casi sin imaginártelo-  me hiciste sentir ¡tántos años de mi vida!...
    ¡Gracias, Señor, siempre gracias por aquellos tan nobles y preciosos sentimientos que ella despertó en mí, y por aquel limpio, noble y maravilloso amor que le tuve a María durante tantos años de mi vida!...
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    María, ya no está. El Dios de la Paz, de la Luz y de la Vida, la llamó a su lado. Y yo…, me he quedado más solo… Pero, vivo serenamente; ‘en positivo’, como he querido y he pretendido vivir toda mi vida; con la íntima satisfacción de haber podido ser útil –aunque haya sido solo un poquito- alguna vez a alguna persona; con mi alegría y mi talante bromista intactos…; y ¡cómo no!, con el recuerdo, siempre entrañable, siempre cercano, siempre imborrable y maravilloso, de mis queridísimas e inolvidables esposa e hijas…, las que me acompañaron en mi caminar por la vida, las que siempre me ayudaron y me animaron, con las que compartí anhelos, alegrías e ilusiones..., ¡las que me quisieron de verdad! Procurando aprovechar estos días que, aún, Dios sigue regalándome. Y con la confianza y la firme esperanza, que tanto me han confortado siempre, en esa preciosa frase de la Biblia: ‘Sea vuestra alegría, que vuestros nombres están escritos en el Cielo’.
    Yo también, a veces, me siento ya cerca de ‘la puerta de la Vida’… ¡Hágase siempre tu voluntad, Señor!

                                                               Escrito por Raffaello
                                            J11.Nov.2010

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