jueves, 24 de abril de 2014

Los demás.- /

Solía arrebujarme después del cotidiano y duro trabajo, en aquel vetusto y cómodo sillón. Compartía mi tiempo, con mi pequeña y adorada familia y con ‘mis amigos’, Brahms, Paganini, Mózart, Beethoven… Perdida la mirada en el cercano e inmenso mar, un sinfín de pensamientos se adueñaban de mí, estimulándome y animándome unas veces, e hiriéndome, atormentándome y dejándome un sabor de acíbar otras. Yo había intentado ser siempre auténtico, generoso, leal, solidario… Pero, ¿tal vez manteniéndome –por un primitivo instinto de protección- un tanto distante en mi castillo?... Y al morir la tarde cada día, me sorprendía  invariablemente entre dubitativo y angustiado,  con ese noble, constante e ilusionado afán de transmitir mi mensaje de optimismo, de paz y de fraternidad, pero también con la insatisfacción de una inexplicable sensación de obscuridad y de vacío, de fracaso…
    Soñé algo formidable y decisivo aquella noche. Alguien, me buscaba; y me hablaba y… ¡me quería! Y me invitaba a trabajar en su obra prodigiosa.
    Comprendí entonces con diáfana claridad el exacto valor de las palabras amor y sacrifício. Y supe, que hay que vivir en permanente alegría, aceptando nuestra limitación; que es necesario despojarse del egoismo y de la comodidad; que jamás se debe dar cobijo a la desesperanza; que es preciso, en fin, estar siempre alerta para poder advertir la necesidad en los demás, y conseguir así, entregarse a ellos, servir, ayudar, ¡ser útil!
    Que es esencial no esconderse, ¡dar la cara! Y que es, bajo este prisma, cuando la vida adquiere su auténtica magnitud y su más hermoso significado.
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   Apenas despuntada el alba, abandoné mi fortaleza y salí a los caminos. Iba con mis alforjas desbordantes de entusiasmo, de humildad, de humanidad, de amor… Me esforcé con ahínco, por hacerme pequeño y sencillo. Y una idea fija, poderosa e indestructible, me alentaba: ¡los demás! Así, los busqué afanosamente; me comuniqué con ellos; los escuché y traté de comprenderlos y de ayudarlos, de hacer míos sus anhelos, sus problemas… Y fue entonces, cuando descubrí que yo no era nada; que Dios, en los demás, ¡era mi vida y la razón de mi existencia!
    La cálida y arrebolada luz del amanecer, habíase ya hecho dueña de las sombras. El cielo, era de un azul intenso y transparente. Y aquel majestuoso lucero colgado sobre el horizonte, ¡resplandecía como nunca!... Me cruzaba con otras personas; y unas sonrisas de mutuo agradecimiento y de comprensión se intercambiaban entre nosotros…; ya, ¡no éramos unos extraños! El trabajo, desde entonces, cobró para mí una nueva y gratificante dimensión; quería aún más y mejor a mi mujer y a mis hijas y… ¡a los demás!  Mózart, Tchaikowsky, Paganini…, me hacían vibrar y disfrutar, todavía con más intensidad… Mi paso, era firme y seguro; ¡me sentía enamorado! Y mi espíritu se oreaba ahora con una suave, fresca y deliciosa brisa, ¡henchida de fe y de esperanza!
    Ahora, servía mejor a mi Señor… Sentía su dulce, paternal y limpia mirada…; su presencia, su cercanía…; y ello, me hacía ¡inmensamente feliz!... Ahora, estaba yo en el buen sendero; había aprendido a entender y a ‘saborear’ la vida, a amar… Y recordé aquellas maravillosas palabras del poeta: ‘Nos ha sido concedido el más sublime de los privilegios: dar. Y tú, ¡puedes dar!’.
    Sí, yo podía dar: una palabra de aliento o de consuelo; una sonrisa; un apretón de manos; un consejo; mi tiempo, mi dinero, mi cariño, mi ilusión, mi fe… Y una sincera oración brotó de mi alma, pidiéndole a Él que siguiera ayudándome así, ¡que no me dejase desfallecer ya jamás!...
                       
                      
                                          Escrito por Raffaello


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