domingo, 7 de abril de 2013

El sembrador de estrellas. /

Durante varios años, 4 o 5 que yo recuerde, estuvimos yendo a veranear –en régimen de alquiler- a aquella casita situada en la ‘playa de levante’, en un entonces pequeño pueblito de pescadores llamado Cabo de Palos. Fue en la época en que yo tenía entre 8 y 11 años. Y aquella casita, sencilla y modesta -¡cuantísimos preciosos recuerdos tengo de aquella etapa de mi vida!-, tenía una formidable ventaja: que estaba situada en la misma playa, a unos 20 o 25 metros del mar; y tenía una amplísima terraza, de manera que, desde aquel ‘poyete’ (término este muy cartagenero), ya bien tempranito, saltábamos los hermanos y hermanas a la arena, unos 2 metros más abajo, y corriendo, casi volando –‘quasi’, cual peces voladores-, y al grito de ‘¡al agua, patos!’, ¡nos zambullíamos jubilosos en las transparentes aguas del mar Mediterráneo! ¡Una pura delicia!


Todas las noches, en aquella amplísima terraza, rezábamos todos unidos el Santo Rosario, ‘dirigidos’ por mi abuela materna -puertorriqueña ella, cariñosa como pocas y ¡encantadora señora!-, refrescados por la suave brisa del Mediterráneo y ‘acariciados’ por los rítmicos y muy potentes destellos del cercano faro (alumbrando en aquel entonces, mediante una lámpara de gasolina, y movidas sus enormes y transparentes lentes rotatorias por un gran peso que caía durante toda la noche por el centro, desde lo más alto de su torre, de unos 27 metros de altura; los destellos de este faro de Cabo de Palos, alcanzan hasta 32 millas desde la costa). Cuando, estando en alta mar –y yo lo sé ahora, por una dilatada experiencia
marinera-, donde todo es oscuridad, aislamiento y silencio,
‘alimentado’ todo ello por una cierta inquietud e inseguridad, hemos avistado la centelleante y luminosísima luz de un lejano faro, ¡qué alivio y qué alegría tan grandes, y que sensación de sosiego y de seguridad! ¡Siempre da uno gracias a Dios por esa inestimable ayuda! Sí, yo creo que todos los marinos, en esos momentos, y especialmente cuando la mar estaba embravecida y amenazadora, nos hemos sentido confortados, nos hemos sentido acompañados y seguros…, ¡porque hemos sentido la presencia y la ayuda del Señor!



Pero antes de esta tradición de cada jornada, ocurría un curioso hecho casi cotidiano. Cuando el viento soplaba del sur-oeste (lo que en estas tierras llaman ‘lebeche’), al declinar el día, la mar se quedaba absolutamente en calma; y aparecía entonces nuestro personaje: un hombre enjuto y no muy alto, de unos 40 años, morenísimo y curtido por los vientos y por la mar que, en sus manos portaba una pequeña red. Caminaba, ya en la penumbra del anochecer, muy despacio, sigiloso, casi de puntillas…, y en todo momento, tenía su penetrante mirada fija en la orilla del mar. Y de
repente, se agachaba y se quedaba inmóvil: él, con su sagaz mirada, había advertido cómo, a 2 o 3 metros de la orilla, se movía tenuemente la tersa superficie del mar, debido al bullicio de algún grupo de peces… Se alzaba entonces raudo y…, ¡zás! ¡lanzaba como un rayo en esa dirección su arte de pesca!; y tirando luego de una cuerda y del cono que formaba la red, arrastraba hasta la orilla un cuantioso número de peces que, inadvertidos, habían caído en la trampa. Era una captura, en verdad, silenciosa, limpia, precisa y ¡perfecta! Con aquel arte de pesca que –luego lo supimos- se llamaba, precisamente, ‘el rayo’.

Ya desde muy pequeño, había sentido yo curiosidad y pasión por mirar al cielo de noche, por escudriñar el espacio infinito, intentando ‘descubrir’, localizar e identificar, galaxias, constelaciones, planetas, estrellas… Tenía un gran sentido de la orientación y bastantes conocimientos de Astronomía; y, echado en la arena, me pasaba horas y horas mirando al cielo, intentando ‘comprender’, y…,¡soñando con todo aquello!… ¡Qué maravilla este Universo que nos cobija y en
el cual vivimos! (Ya saben: el planeta Tierra, orbitando alrededor de una ya ‘veterana’ estrella llamada Sol, que nos regala su luz y su calor haciendo posible la vida; y este Sol, está situado hacia la mitad de uno de los ‘brazos’ de una pequeña ‘galaxia en espiral’ –una más, entre los millones de galaxias que existen- llamada ‘La vía láctea’ (en la fotografía); perteneciente esta a un conjunto de unas 40 galaxias denominado ‘Grupo local’; y que es, después de ‘Andrómeda’, la más grande).

Las estrellas fugaces que ‘caen’, iluminando de manera singular nuestros cielos, desde mediados de Agosto hasta mediados de
Septiembre, pero sobre todo del 12 al 13 de Agosto, - las llamadas ‘lágrimas de San Lorenzo’ o, más técnicamente, ‘Perseidas’-, eran
¡una preciosidad! Y yo de pequeño, siempre pensé que aquel grandioso espectáculo era obra de Dios que, cogiendo en sus manos cientos o millares
de estrellas, las esparcía generosamente por el cielo –cual esparce las semillas de trigo sobre la tierra el sembrador-, para nuestro deleite y admiración ¿De quién, si no, podía ser obra aquel sublime espectáculo?... ¡Solo de Él! Yo le llamaba a Dios, ‘el sembrador de estrellas’; ¡qué bonito! Y es curioso: el recuerdo de aquel pescador de ‘el rayo’, ha traído ahora a mi mente –aunque son temas completamente diferentes- este otro recuerdo, también de mi niñez: el de ‘el sembrador de estrellas’.



(Estas estrellas fugaces –como sabemos-, no son tales estrellas. Son en realidad pequeñísimos, insignificantes fragmentos, casi polvo cósmico, desprendidos de asteroides o de cometas que, al entrar en contacto con la atmósfera terrestre, se ‘incendian’ y se hacen incandescentes alumbrando así el cielo en la noche, en su breve pero luminosísima y brillantísima caída).

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Y rememorando o evocando todos estos recuerdos, viene a mi mente una conocidísima frase del Señor, dirigida a sus discípulos: ‘Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres’. En algo, esto sí, recuerda a nuestro pescador de ‘el rayo’… ‘Os haré pescadores de hombres’. A mi me resulta bonito, agradable y positivo –aunque es
una idea mía, que espero que no moleste a nadie-, pensar en nuestro Dios, irguiéndose en toda su majestuosidad, y lanzando diestramente sobre el mundo su grandísima ‘red’ para captar, para atraer, a los que no lo conocen, a los no creyentes…, y a los que en la Biblia se alude como ‘las ovejas descarriadas’, es decir: los ateos, los indecisos, los tibios, los pecadores…, acercándolos así a Él para, con todo su cariño y toda su paciencia, corregirlos en sus errores, y redimirlos, y hacerlos seguidores suyos, creyentes y fieles.

En esta época de comunicaciones vía satélite, de Internet, de videoconferencias, de ordenadores, de ‘tablets’, de teléfonos ‘inteligentes’, de ‘whats-apps’, de redes sociales, etc., podríamos imaginar que, esa hipotética red –para ‘pescar’ hombres-, por supuesto que no está hecha de hilos y nudos, ni de nylon…, y que tampoco tiene como llamativas boyas señalizadoras, ni pequeños plomos, ni nada por el estilo… Sino que, es una red -en todo caso imaginaria o ‘virtual’ (dicho esto en términos actuales, informáticos o cibernéticos)-, trenzada y construida con los ‘hilos’ de la sabiduría del Señor; con los ‘hilos’ de la predicación y de su ejemplar vida; con los ‘hilos’ de la caridad, de la comprensión, de la misericordia y del perdón; y, esto sobre todo, con los ‘hilos’, tenues pero más preciosos que las más preciosas joyas o tesoros del mundo entero, del infinito Amor de Dios.

Este sería, por parte de nuestro Dios, el ‘arte de pesca’ –o uno de ellos-; que llamaría primero nuestra atención, para después captarnos, ‘arrastrarnos’ suavemente, acercarnos, a su ejemplo y a su doctrina, a sus preceptos, a su estilo de vida y ¡a su Amor!, ganándonos así para ser discípulos suyos, para seguirlo a Él, al Maestro... ‘¡Pescadores de hombres!’... Él, Jesucristo, vino a la Tierra, sí, a enseñarnos, a instruirnos, a irnos mostrando el camino recto y directo que conduce hasta el Reino de la Luz y la Paz, que conduce hasta el Cielo… Y Él, llegó al extremo de dar su vida, de morir –‘…y además, una muerte de cruz’-, por salvarnos a todos, por salvar a la Humanidad entera…

El Señor es, sin ninguna duda, además de ‘el Sembrador de estrellas’ –como yo lo llamaba de pequeño, con todo mi respeto-, el gran Arquitecto y…, ¡el gran Pescador de hombres!

¡Gracias, Señor, por habernos creado! ¡Gracias, por la inmensa cantidad de dones con que nos has ‘modelado’, y por la cantidad incontable de maravillas que nos has regalado! ¡Gracias, por haber venido a nuestro mundo, gracias por tu vida y por tu ejemplo!…, ¡E infinitas gracias, por haber llegado al extremo de dar tu vida por nosotros y por nuestra salvación en un grandioso, insuperable y maravilloso acto de sublime Amor a tus criaturas!





                                           Escrito por Raffaello
                                                     J11. Oct. 2012




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